24 de enero del 2015
No suelo creer en agüeros, tal vez tenga fe en uno que otro, según mi conveniencia. Por ejemplo como suelo tener afinidad con el número catorce hace un año pensaba que el 2014 sería un hermoso año, dudosamente claro. Para sorpresa de mi variable incredulidad lo fue.
Hace un año otra era la vida.
Siempre han estado presente esas constantes ganas de luchar; esa energía acumulada en el cuerpo buscando la forma de manifestarse haciendo algo; esas motivaciones presentes en los colores, la luz y las personas, todo ese todo queriendo materializarse.
El miedo, también presente en cada pequeña cosa, miedo al lo nuevo, al amor, al riesgo, a los problemas, a la distancia, al tiempo y a las circunstancias, miedo de perder. ¿Perder qué?
Hace exactamente nueve meses, decidí trabajar en algo que podría aumentar mis ingresos. Allí podría no sólo llenar ese vacío… en mi billetera, también tendría el tiempo que en otro trabajo no tengo, ese tiempo de mí para mí. Tiempo para leer, dibujar, escribir, estudiar, dormir, llorar, amar, perdonar, soñar y crear.
Al principio contaba los días, una cuenta regresiva de este “retiro espiritual remunerado”.
Luego el tiempo mental era más que el tiempo real, y la realidad era que los días no tenían número, no eran sábado o miércoles, todos eran días por igual.
Llegué el día noventa y dos (92) pero, los números son infinitos, y mi último número dejó de serlo dos veces, así que dejé de contar el tiempo, no más últimos días.
Entonces tuve tiempo para mi cuerpo, para trotar y ejercitarme. Ahora hacia deporte con sonidos nuevos para el cuerpo que antes creía viejo.
Era tiempo para hacer lo que generalmente no hacia con constancia.
Todos los libros que quería leer hicieron un acuerdo y conocí las historias que ellos me quisieron mostrar.
Lo volátil no era ahora mi memoria, lo volátil era el clima que cada día iba y venía con algo más: hojas, lluvia, ranas, sol, moscos, mariposas, polvo, libros, pájaros, sueños y amor…
Sí, amor. Ese amor más terco que el sol.
Tuve el cabello verde, azul, rubio, morado, lila, rosado y fucsia.
Fui generosa, impulsiva, cursi, intuitiva y hambrienta.
No escribí ni un sólo libro.
Le di vida a una corbata y la convertí en señuelo.
Lloré hasta la risa.
Me deprimí y me lamenté.
Maldije al mundo para después pedirle disculpas y agradecerle su crueldad.
Viajé por aire y por tierra, desde enero hasta diciembre.
Entablé una bella amistad con Sira Quiroga, Alicia Forrick, Masters and Johnson’s y mejoré mi relación con Don Draper y Ian Curtis.
Leí a mis amigos Bukowski, Cortazar, Poe, Hemingway y Verne. Conocí a Jack London, Antonio Porchia, Kundera, Thoreau y Fitzgerald. Amé y odié a Alejandra Pizarnik e increíblemente desmentí la mala fama que en mi adolescencia habían dado a Pablo Cohelo y le cree una fama propia.
Bowie sonó durante todo un trimestre, Arcade fire por semanas no consecutivas, Metronomy balbuceó mis cacografías, The National causó lagrimas, Sixto Rodriguez me endulzó con su azúcar y Bob Dylan arrulló mis cuentos.
…
Hoy me encuentro en el mismo lugar donde empecé, en la misma habitación donde hace nueve meses llegué con varias ilusiones e infinitas ganas de amar.
Es el mismo lugar, pero no soy la misma persona.
La distancia, los libros, la gente y el tiempo (el tan nombrado tiempo) han sido factores variables en estos meses. Un día estamos cerca otro lejos, con ojos para libros y ojos para gente, con poco tiempo para reflexionar acerca del clima o las noticias pero con suficientes segundos para medir la temperatura de los bosques que habitan en un par de ojos.
Debo decir que ahora que todo esto parece tanto, el temor al mundo “de afuera” es confuso. Confuso porque existe, (supongo que las cosas que uno más desea causan temor y eso las hace más valiosas) pero a la vez se dispersa con la alegría de la libertad, con la satisfacción de la enseñanza.
No sé si sean casualidades, destino o azar, no lo sé, pero de alguna forma el mundo confabula para que lo inesperado avance y cambie.
Llevo esperando este día hace meses.
31 de enero 2015
Saber morir cuesta la vida.
Antonio Porchia.
Gracias Dios, mami, Alejo
y obvio Daniel.
Día 276.